viernes, 28 de marzo de 2014

«Cuando tenemos sed espiritual, nos quema el corazón»



«El ser humano tiene sed de muchas cosas: de felicidad, de amor, de alegría, de amistad, de verdad, de paz, de libertad. Pero se abrasa por no poder alcanzar estos bienes deseados. Cuando tenemos sed física nos quema la garganta; cuando tenemos sed espiritual, nos quema el corazón. Tal vez el hombre no sabe buscar adecuadamente y en vez de acudir al manantial de agua viva, va a beber en aguas infectadas de ideas y de modas contrarias al amor de Dios; se abreva en aguas putrefactas, que le llevan a la muerte. Esta es una experiencia común.


En el encuentro con la Samaritana en el pozo, aparece el tema de la “sed” de Cristo, que culmina con el grito en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene un fundamento físico. Pero Jesús, como dice san Agustín, “tenía sed de la fe de esa mujer” (In Ioannis Evangelium, 15, 11), al igual que tiene sed de la fe de todos nosotros. Dios Padre le envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor. Para ofrecernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; toca a su corazón y espera con paciencia su respuesta (cf. Benedicto XVI, Angelus, 27.03.2011).
Jesús nos invita a una relación de amistad y de intimidad con él, que tendrá su cumbre en la hora de su muerte, cuando exclame: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Ni el agua que pide a la samaritana, ni la sed que expresa en la cruz tienen sólo significación físico; más bien se convierten en una invitación a unirnos a él esponsalmente, formando un solo cuerpo con Él; esta realidad es la que acontece y se realiza en la Eucaristía.



Acudamos, queridos fieles, a Cristo, manantial de agua viva; renovemos nuestra fe en él, reavivemos la gracia bautismal, que nos hizo hijos de Dios. Demos gracias a Dios, que nos ha llamado a ser partícipes de su vida; que nos ha concedido pertenecer a su pueblo, que es la Iglesia. Nadie puede pretender ser hijo de Dios y miembro de la Iglesia, sino que es un regalo de Dios. Él nos invita a alabarlo y adorarlo, desterrando de nosotros otros diosecillos, que a veces ocupan nuestro corazón, nos atraen y cautivan. La mentalidad de nuestra sociedad penetra en nosotros, como por ósmosis, y se nos puede pegar como el polvo del camino. Necesitamos momentos de encuentro y reflexión, que nos ayuden a ser más críticos, para ver la realidad desde la luz de Cristo, desde el Evangelio. Este es un ejercicio que hemos de hacer diariamente, para no “despistarnos”; es decir, para no salirnos de la pista o del camino. Los cristianos, a veces, nos despistamos y hemos de “en-pistarnos”, es decir, volver al “Camino”, que es Cristo».
Mons. Catalá
Obispo de Málaga 

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