martes, 22 de abril de 2014

Meditación de la Palabra Abril 22, 2014

En la primera lectura de hoy nos encontramos con miles de judíos reunidos como todos los años en Jerusalén para conmemorar la fiesta de Pentecostés, de modo que ya sabían lo que debía suceder ese día.
Pero, de repente, todo cambió. Empezó a soplar un viento inesperado y numerosas lenguas de fuego empezaron a danzar en el aire y el grupo de pescadores, que parecían estar bebidos, comenzaron a alabar a Dios a voz en cuello. ¡No iba a ser un día ordinario después de todo!
En realidad no tenían idea ellos de que lo extraordinario iba a transformarse en algo sobrenatural y, más aún, en un acontecimiento personal. Cuando Pedro anunció a la muchedumbre que esto se debía a Jesús y su milagrosa y salvadora resurrección, las “palabras les llegaron al corazón” (Hechos 2, 37). Aquello que había comenzado como una curiosidad, y tal vez una molestia que arruinaba los planes, terminó siendo una ocasión de gran alegría. No sólo Cristo había resucitado, sino que su propio Espíritu Santo actuaba poderosamente en ellos, moviéndolos a recibirlo en el corazón. La historia de Jesús vino a ser su propia historia, y la vida les cambió para siempre.
De un modo similar, María Magdalena vino a la tumba esperando encontrar el cuerpo de Jesús envuelto en lienzos mortuorios, ¡pero él no estaba allí! Su gran pena desapareció sólo cuando Jesús pronunció su nombre, llenando su corazón herido de vida y esperanza.
Estas dos historias nos dicen que Jesús tiene poder para mover los corazones y llevarnos a un nivel más profundo de fe; nos dicen que toda vez que se despierta nuestra fe, es preciso responder, por ejemplo, teniendo el deseo más profundo de seguir a Cristo, amarlo más y desear más lo divino que lo mundano. Nosotros no podemos cambiarnos a nosotros mismos. Es Dios quien lo hace, porque ¡el poder de su Espíritu transforma nuestra vida!
La gente de Jerusalén se sintió movida a aceptar el Bautismo y recibir el Espíritu Santo. La congoja de María Magdalena pasó a ser una gran alegría, y ella corrió para avisarles a los demás que había visto al Señor. Hoy, el Señor también tiene algo inesperado para ti. ¿Cómo le vas a responder?
“Gracias, Señor y Salvador mío, por resucitar y darme una vida nueva. Te doy infinitas gracias porque me estás cambiando y mi fe se está fortaleciendo.”
Salmo 32, 4-5. 18-20. 22; Juan 20, 11-18

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