Meditación de la Palabra
Martes 15 de Abril de 2014
San Pedro fue el primer apóstol que reconoció públicamente que Jesús era el Cristo, y el primero en declararse dispuesto a morir por él (Mateo 16, 16; Juan 13, 37), aunque la fortaleza que creyó tener no tardó en dar paso al miedo; afortunadamente, su caída lo llevó al arrepentimiento y a un claro reconocimiento de lo mucho que necesitaba la fortaleza y la gracia de Dios.
Hubo otro apóstol, “el discípulo a quien Jesús quería mucho” (Juan 21, 20) que no hizo declaraciones como éstas; simplemente se mantuvo cerca de Jesús: inclinándose junto a su Señor en la Última Cena y permaneciendo cerca de la cruz aquel primer Viernes Santo (Juan 12, 23; 19, 26), porque estando al lado de Aquel que lo amaba tanto encontraba toda la fortaleza y la valentía que necesitaba. ¿Con cuál de estas dos actitudes se identifica usted? ¿Se parece más a Pedro, que confiaba en sus propias fuerzas pero tropezaba cuando le asaltaba la prueba? ¿O es más como el discípulo amado, que confiaba en que Jesús le concedería las fuerzas necesarias para hacer frente a cualquier prueba y tentación?
Ningún cristiano tiene suficiente fortaleza o fidelidad para resistir todas las tormentas de la vida con sus propios recursos; todos necesitamos el apoyo y las fuerzas que solamente Jesús nos puede dar; todos tenemos que experimentar su victoria sobre el miedo y el pecado; todos necesitamos saber que Cristo venció a Satanás, que siempre trata de hacernos perder toda esperanza, como Judas, o de evitar la cruz, como Pedro. Solamente su gracia divina puede capacitarnos para aceptar nuestras limitaciones y convencernos de que necesitamos el amor y la misericordia de nuestro Salvador.
El testimonio del discípulo amado demuestra que el hecho de experimentar el amor de Dios puede capacitar al creyente no sólo para perseverar en la fe sino también para soportar cualquier peso. Comentando sobre el poder del amor de Dios, san Agustín dijo: “El amor renueva a las personas. Así como el deseo pecaminoso las envejece, el amor las rejuvenece. Enredado en los impulsos de sus deseos, el salmista se lamenta diciendo ‘Me he puesto viejo rodeado por mis enemigos’. El amor, en cambio, es la señal de nuestra renovación.” (Sermón 350, 21). Esta es una renovación que todos podemos buscar hoy mismo.
“Jesús, Señor mío, cuando caigo, tú me levantas y me sostienes. Ayúdame a confiar siempre en tu fortaleza y en tu amor. Gracias, Señor.”
Isaías 49, 1-6; Salmo 70, 1-6. 15. 17
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